El periodista Emilio Fernández Cicco quiso dedicarle un libro. No a María Amuchástegui, la “Jane Fonda argentina” que fue un boom televisivo en los 80 con sus clases de gimnasia, sino a un rumor vinculado a ella. A partir de un sketch de La Noticia rebelde, programa satírico y emblemático de esos años, se instaló y creció la versión de que a la conductora se le había escapado un gas, en vivo, mientras hacía abdominales. Cicco, cronista inclinado a meterse con temas poco habituales, dedicó cientos de horas a rastrear los orígenes del mito que terminó grabado en el imaginario nacional. No encontró ningún registro fílmico; no había imágenes del programa donde supuestamente había ocurrido la fatalidad sobre la que giraba la versión que arruinó la trayectoria de esa mujer a la que hasta entonces le sonreía la suerte y el rating. Cicco entrevistó a los técnicos, camarógrafos, asistentes y productores del programa. Ninguno recordaba el supuesto percance y argumentaban, convincentemente, que era altamente improbable que algo así hubiese pasado porque los programas se grababan y luego salían al aire. Solo consiguió un testimonio contrastante de uno de los participantes del ciclo, un gimnasta que acompañaba a Amuchástegui en sus clases y que aparentemente se había distanciado de ella, quien dijo que sí había sucedido. Lo cierto es que la versión se convirtió en un extendido rumor del que su protagonista nunca pudo librarse y al que muchos señalan como causa principal del ocaso de su carrera y de sus aflicciones.

El recuerdo de esta leyenda urbana volvió en las últimas semanas a raíz de distintas notas periodísticas, entre ellas una entrevista a un hijo de la gimnasta fallecida en 2017. Mirado con ojos de hoy, las crónicas lo enfocan como un caso pionero de bullying mediático y de cancelación asociado a fake news. Eran los primeros años del regreso de la democracia, en los que volvían con fuerza a los medios la sátira y el desenfado. Después del caso Amuchástegui se acumularon ejemplos de chismes en torno a traspiés amplificados de figuras públicas, que encontraron terreno fértil en una tendencia celebratoria de la gente ante la caída de quienes disfrutan de los privilegios de la fama, en el regocijo popular ante la contemplación de una desgracia que, al menos momentáneamente, acorta las distancias, humaniza, iguala.

Hoy el debate público está contaminado con una multiplicidad de intentos de impugnación ad hominem que se conectan, en algún punto, con el episodio Amuchástegui. Los recurrentes fusilamientos virtuales en las redes sociales suelen tomar como base de sus ataques algún supuesto error, inconsistencia, o lapsus, con el que se pretende refutar los dichos o las ideas de quien los manifiesta. En realidad, no se busca rebatir un mensaje puntual sino todas las expresiones -pasadas, presentes o futuras- a través de la descalificación del emisor. Con ese objetivo se recurre a imágenes o audios usualmente recortados y descontextualizados. En nuestro país, en la esfera digital, fueron precursores los trolls kirchneristas. Ahora, las oleadas provienen, con notable vigor, también del sector libertario.

Un ejemplo reciente de lo que aquí comentamos aparece en una publicación en la cuenta de X de un periodista que embiste contra una colega -María O´Donnell-, imputándole una falsa defensa del régimen cubano a partir de la reproducción de un fragmento de una conferencia de prensa, en los años 90, en los que esta le hace una pregunta al presidente Carlos Menem. El posteo tuvo un millón de visualizaciones, una catarata de comentarios agraviantes de usuarios encubiertos con seudónimos e infinidad de otros rebotes en plataformas de internet y en medios tradicionales.

El método, que era recurrente en un programa representativo de la era K como 678, consiste en buscar en los registros audiovisuales o gráficos un tropezón -dialéctico o gestual- pretendidamente revelador. No se discuten, entonces, argumentos, tesis, opiniones. Se impugna al otro. Los eventuales resbalones conceptuales que se puedan encontrar no son presentados, por quien los comparte en las redes, como un accidente sino como el resultado del corrimiento de un velo que oculta una ideología, un sesgo, un interés espurio o una intencionalidad. No hay beneficio de la duda; no hay lugar, en el caso de que los extractos reflejen efectivamente el pensamiento de la persona en cuestión, para contemplar la posibilidad de que los dichos o acciones puedan reflejar un punto de vista aunque sea parcialmente atendible, o ser susceptibles de distintas interpretaciones, o resultar extemporáneos, o ser hijos de un pensamiento que puede haber cambiado con el tiempo, o frutos de un error o incluso de la ignorancia de quien los sostuvo. Por el contrario, son interpretados como la prueba irrefutable de un aspecto pétreo de una personalidad, como base para un rótulo que tiñe todo lo que el rotulado haga o diga.

Bernardo Verbitsky escribió, hace medio siglo, un libro que se llamaba Etiquetas a los hombres. Allí sostenía que la forma más común, y desleal, de rebatir las ideas de otro es etiquetarlo. “Es un nazi, un comunista, un ladrón, un bruto, un mentiroso”.

Otra vía es la exhibición de una aparente fisura.  En una discusión, en lugar de fatigarnos en el arduo camino de la lógica y el contraste razonado de argumentos o posiciones, tenemos siempre el atajo de la impugnación a través de la exposición de un accidente revelador del engaño o la endeblez -moral, intelectual, estética- de nuestro interlocutor. Solo hay que encontrar, o fingir que encontramos en el otro, el “gas de María Amuchástegui”.

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